domingo, 29 de enero de 2012

Soledades Compartidas...




Era una veraniega noche de insomnio como otra cualquiera. Salí a la terraza… de madrugada… la ciudad en silencio, dormida, oscuridad total, ni siquiera la luna iluminaba los tejados que se adivinan alrededor del patio de manzana. Pero aquella noche me fijé en un punto muy pequeño de luz. Comprendí que se trataba de un cigarrillo que se volvía incandescente con cada aspiración. Detrás había una sombra inmóvil… podría tratarse de un maniquí, a no ser por el hecho de que su cigarro se iluminaba. Permanecí un rato más, llenando mis pulmones con el frescor de aquellas horas, con el frescor de la noche, que aunque cálida, acusaba el ambiente húmedo de las zonas mediterráneas.





Al cabo de unos cuantos días más volví a padecer ese molesto insomnio, que cuánto más consciente eres de él, menos puedes dormir. Había pensado tomar un vaso de leche caliente y volver a la cama, pero decidí salir a la terraza. Otra vez la figura con su puntito de luz. La verdad es que me tenía intrigada. ¿Será un hombre? ¿Será una mujer? Por la complexión física estaba segura de que se trataba de un hombre.




Más noches, más madrugadas… a veces ya salía a propósito porque sabía que estaría la figura… ¿esperándome? Comencé a emocionarme. Salía a la calle y miraba a todos los hombres que pudieran parecerse ¿será él?... pensaba yo. Mi naturaleza romanticona, fantasiosa e ilusionada provocaba que fabulase mil y una historias.




En una de las noches se produjo la variación. Había un halo de luz detrás de la figura. Había encendido el plafón de su balcón de manera que pude ver toda la silueta completa. Se trataba de un hombre y como no, en esas cálidas noches de verano, lucía con un flamante torso desnudo, los brazos apoyados en la barandilla y su invariable cigarrillo iluminándose a intervalos. Ese día también yo me puse a fumar. Saqué el cigarrillo de la pitillera, lo encendí e hice un gesto con la mano, indicando un saludo. Él correspondió. Al cabo de unos minutos entró en su piso y apagó la luz. Sonó mi teléfono:




   -         Ya he terminado mi cigarro. ¿Te apetece una copa “after hour”?




Así fue como comenzamos a compartir soledades, charlas, intimidades. La soledad de las grandes ciudades, esa que nos acerca, aún sin quererlo, sin pretenderlo. La soledad de la noche fría o cálida, noches en las que te gustaría hablar, llorar, ser abrazada, besada o simplemente ser tomada de la mano, con una palabra amiga que te diga… vamos.


Ya no salimos más a la terraza. Durante ese verano, después de cenar, nos dirigíamos directamente hacia el bar de copas, situado al lado de nuestras casas. Lo pasábamos bien y dejamos de sentirnos solos.




Al cabo de un tiempo se fue con su soledad a compartirla en otra ciudad. Me propuso seguirle pero decidí continuar con la mía aquí, donde siempre. Desee que allá donde fuera encontrara por fin una compañera que permaneciera junto a él, junto a su cigarrillo, junto a su copa eternamente. No obstante recuerdo aquel verano como uno de los más entrañables de mi vida.

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